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La educación como bujía

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Educación

Educar es una empresa que sobrepasa los linderos de la simple enseñanza. Trasciende sus límites, por cuanto imbuye en el individuo el deseo de aprender. Y este deseo, que es casi una necesidad, lo hace procurarse de saberes, bien sea con la asistencia de alguien o por su propia cuenta. O ambos, pues lo primero se nutre de lo segundo y viceversa. Pero, a fin de cuentas, lo convierte (al aprendiz) en el primer interesado en su educación.

Fuente: Instagram, @olavarrietaluis
Fuente: Instagram, @olavarrietaluis

A finales del mes de marzo de este año, justamente aquello encontraba en dónde servir de ejemplo. Días pasados el periodista venezolano Luis Olavarrieta publicaba en su cuenta de Instagram una fotografía de estudiantes de bachillerato sentados en la acera de la calle Carabobo, en Carúpano. El colegio José Francisco Bermúdez, ubicado allí, por falta de electricidad, no abrió sus puertas. Pero estos muchachos, junto con su profesor César Sosa, realizaron la evaluación que tenían pautada para ese día. No, el escenario no fue un impedimento. No, tampoco las circunstancias desestimaron ni subestimaron lo que entonces tenía lugar. Iban ellos, tanto educador como educandos, con sus uniformes arreglados a pesar de su improvisada aula. Con gran responsabilidad, cada uno acogió con seriedad un asunto tan grave como necesario; de calibre imposible de estimar (mucho menos a corto plazo).

La educación nos hace libres; nos encamina a eso per se. Sin ella, sin ese paso previo necesario para la reflexión, la conciencia es frágil. ¿Cómo no sentirnos desolados o temerosos entonces? El conocimiento libera porque comienza a llenar de sentido lo que, en principio, carece de aquel. De otra forma, nos moveríamos a ciegas y a la deriva. O estaríamos eternamente encerrados dentro de una cueva sin conocimiento alguno de nuestras posibilidades. Por eso el saber es una luz que ilumina cualquier caverna, así como una piqueta capaz de derribar sus paredes para permitirnos ver el exterior.

Simón Rodríguez comulgaba con esa idea. Este caraqueño nacido en la segunda mitad del siglo XVIII, más específicamente en 1769 (aunque hay quienes dudan de esa fecha), mientras vivió, fue un cosmopolita preocupado por la formación de ciudadanos. Dio clases en la Escuela Pública de Primeras Letras y Latinidad de Caracas, la única de su especie en la capital, a partir de 1791. Su vocación lo llevó a destacarse como un verdadero cultor de ideas en la mente de sus estudiantes, entre los que estuvo Simón Bolívar, El Libertador. Su forma de pensar, así como su estilo único de enseñanza, inspiró a muchos, quienes vieron en él a un maestro que, más de allá de instruir, buscó “enseñar a aprender”. Solo de esa forma la persona podría proseguir con su formación continua por iniciativa propia; no por mandato. Por gusto; no por obligación.

La imagen del profesor César Sosa, hombre de 81 años de edad, me hace rememorar al docente entregado que fue Simón Rodríguez, mismo que dio clases al aire libre en varias oportunidades. Por supuesto, las circunstancias por aquellos años eran diferentes. No es lo que quiero rescatar. Por lo contrario, me gustaría reflexionar -si se puede- acerca de algo que, a su vez, recuerda la pedagogía de Aristóteles, en la Grecia antigua. Por aquel entonces, el filósofo impartía sus lecciones mientras caminaba por los jardines ubicados a las afueras de Atenas. Sus discípulos recibieron el nombre de peripatéticos por esa razón, porque la palabra procede de otra de origen griego cuyo significado, en español, es paseo. No piensen ahora que mi objetivo es hacer una apología a la enseñanza fuera de las aulas. Va más allá de las razones de Aristóteles o de Simón Rodríguez para enseñar así. No. Lo que quiero destacar es que ambos intelectuales convirtieron el espacio utilizado en un lugar para el aprendizaje sin necesidad de un pupitre o de un pizarrón. Lo mismo hubiese sido posible en cualquier otro espacio, con el mínimo de las condiciones necesarias. Indispensable es la disposición, que todo lo altera. Crea el momento mientras moldea el espacio. De eso es capaz. Tan solo basta observar la fotografía del docente con sus estudiantes en las aceras de la ciudad sucrense para comprobar que, con lo que hacemos, determinamos el lugar en el que nos movemos.

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Nuestros pensamientos, actitudes y acciones van construyendo, no solo la realidad nuestra, sino la que está en derredor. Con espacios como aquel en donde la educación pervive, con ciudadanos incondicionales entregados a ayudar a sus vecinos, o con personas dispuestas a acercarse a sus lugares de trabajo sin la certeza plena de que estos abrirán -como sucedió por aquellos días también- se construye país. Esa es la Venezuela que somos. La del venezolano que quiere formarse, que quiere trabajar, que quiere surgir. Esa es una luz que permanecerá encendida aun cuando el bombillo se apague.

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